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Con un llanto de cascotes torrenciales,
el viejo caserón donde guardaba mis esquinas infantiles,
-intactas bajo tres asombros nuevos
de adoquines, meriendas y fantasmas-
humillado por diez golpes y un gesto de dolor dormido
-como César ante Bruto en la escalera-
ha tapado su agonía entre estertores,
y con la tos azul del viejo fumador que lo vivía
se ha rendido de una vez al miedo
en su duelo privado
de andamios rojos y piquetas
Como aquellas ballenas varadas de presagios,
por sus huecos-poros suspira los últimos vapores,
-polvo al polvo y todo nube-
elevándose hasta el cielo la huella gris ahumada
que resume en una sombra
la fuga sugerente de su magia contenida.
Tras los despojos se adivinan risas y juegos perdidos,
días temblorosos de placer, o miedo,
-todo mezclado al olor de mesas rancias-
flotando un hambre sin mañanas.
Noches estudiadas con luz de velas ateridas,
una lámina de tedio escarchando las ventanas;
rumor de gatos pardos, llantos neonatos o agonías,
fiestas de satén y brillo en los bordados ojos
de las vestales muertas
-hoy ya estatuas-
yacentes en mármoles antiguos y quebrados,
rotos como sus huesos mudos,
como estas palabras abatidas
por la punzante idea que penetra
con certeza clara, la naciente constancia
de la huída de los tiempos idos
-otrora amables-
                                  y el arribo imparablemente lento de la nada.
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