jueves, 28 de enero de 2021

LECCIONES DE ARTE Y VIDA

 

 


- ¡Muchachitos… no se sorprendan por nada! Sean curiosos, observen con detalle, y no prejuzguen…

Con esa frase empezaba y terminaba sus clases el Padre Juan, mi mejor maestro. Le llamo maestro porque a diferencia de otros profesores me dio herramientas para la vida en una etapa tan delicada como la adolescencia, cuando todo nuestro futuro viaja por el filo de la indefinición y caer a un lado o al otro depende de mínimos detalles: Una mala amistad, un amor frustrado, un mal consejo… o un buen profesor.

Era un personaje peculiar, alto y delgado, de rostro complicado;  tenía una mirada que te atravesaba con sus ojos verdes. Le llamábamos “el Tusi”, por su asombroso parecido con los guerreros Watusi -lo que era muy llamativo para un burgalés-. Era de hablar pausado y voz profunda, casi cavernosa, teñida con un melodioso deje colombiano, recuerdo de sus años de misionero.

Tenía fama de duro, y lo era, no porque exigiera imposibles, sino porque obligaba a pensar. Fomentaba el espíritu crítico y la capacidad de análisis; nos retaba a encontrar lo esencial y separarlo de lo accesorio, nos enseñaba, en definitiva, a madurar.

Impartía varias materias pero lo mejor eran las clases de Arte. Asumía que la parte teórica la debíamos preparar por nuestra cuenta -leyendo los manuales, buscando información, ampliando los temas- para luego desarrollar lo aprendido en el aula. Recuerdo la primera vez en la sala de diapositivas cuando, en la oscuridad, apretó un botón, apareció una imagen y exclamó

- Comenten…  

Durante un rato sólo hubo un silencio espeso hasta que, al fin, algún valiente carraspeó y se atrevió a decir:

-Es un bisonte…

Su respuesta irritada fue inmediata:

- ¡Por favor!, no digan simplezas ni obviedades…

Al rato otro compañero se aventuró a señalar:

- Pertenece a la Sala de los bisontes de Altamira…

- No me interesa si es de Altamira, no reparen en eso. Limítense a comentar sobre lo que ven…

Y lo que empezó siendo silencio inquieto se transformó, con el tiempo, en animado debate donde las ideas y las observaciones sutiles se intercambiaban con la excitación del descubrimiento. Con diferencia era nuestra asignatura preferida, pues aprendíamos y disfrutábamos. Las clases se completaban con sus propuestas para asistir a exposiciones y conferencias, organizar viajes a museos y lugares con obras de arte interesantes o cualquier otra actividad que sirviese para ampliar conocimientos.

Como ya expliqué, el Padre Juan era especial, llegando a mostrar una franqueza brutal para la época. Una de sus más famosas anécdotas se produjo cuando, al comentar “Las Señoritas de Aviñón”, terminó diciendo:

- Que, por cierto, ni eran señoritas ni eran de Aviñón… Eran tres putas…

Claro, nuestras carcajadas fueron tremendas, pero él nos miró muy serio y nada divertido…

- ¡No sean infantiles y afronten la realidad de las cosas con naturalidad! Ya no son niños.

Para luego terminar con su lema:

- ¡Muchachitos… no se sorprendan por nada! Sean curiosos, observen con detalle, y no den las cosas por supuestas…. Pero no juzguen a los demás, ni se rían de sus debilidades.

Sus exámenes eran famosos por el nivel de exigencia. Entraba todo el contenido del trimestre e incluía, cómo no, un apartado de diapositivas. Entre ellas solía añadir algunas “trampas” precisamente para que no bajáramos la guardia y nos ciñéramos a lo que veíamos, sin apriorismos.

Este método dio resultado y así se vio en selectividad, aunque lo verdaderamente importante fue la influencia que tuvo en nuestro desarrollo intelectual.

Terminado el colegio no volví a verle hasta pasados unos años en una situación muy embarazosa, al menos para mí. Resulta que, terminada la carrera, decidí preparar oposiciones. Como es bien sabido es una tarea que requiere esfuerzo y dedicación constante lo que conduce al aislamiento. A esas edades la naturaleza nos suplica alguna “distracción” ocasional que alivie los instintos, pero al carecer de oportunidades, encontraba consuelo con señoritas como aquellas de Aviñón (algo de lo que no me siento orgulloso, pero eran otros tiempos).

Había en el barrio un piso discreto donde “recibían” caballeros. Doña Iluminada, la propietaria, que podía haber pasado por una abuelita encantadora, siempre decía:

- Esta es una casa limpia y decente. Aquí sólo admitimos señores serios.

 Pues bien, en una de esas visitas, me lo encontré allí, esperando, como un cliente más. Tras un primer momento desconcertante y sin posibilidad de escape, acerté a saludarle con un ridículo

- “Buenas tardes… padre…”

Él, sorprendido, me miró con curiosidad, hasta reconocerme. Entonces exclamó con naturalidad y alegría…

- ¡Ah…¡ usted es… (y aquí dijo mi apellido), del curso del 75.  Ahora le recuerdo. Un buen alumno.

Al notar mi estupor, me miró de nuevo a los ojos con esa mirada penetrante y una sonrisa divertida,

-  ¿Recuerda lo que les decía? No se sorprendan por nada. Así que tranquilo pues, como comprenderá, los religiosos también tenemos algunas… “necesidades”. Y ahora, mejor,  cuénteme qué ha sido de su vida...

Aunque azorado mantuve el tipo y le fui explicando mis andanzas. Al rato, le avisaron de que ya podía pasar y, mientras se levantaba, me susurró al oído…

-  ¿Usted también viene por Vicky?

Muy colorado, apenas me salió aire para asentir; entonces, con un delicado toque en el hombro dijo:

- ¡Cómo me alegra comprobar que le enseñé a tener buen gusto…!

En cuanto pasó dentro me escabullí discretamente de allí para no volver jamás.

Han pasado muchos años y el Padre Juan ya falleció llevándose su sabiduría. De él aprendí casi todo menos lo de las sorpresas, pero ni le juzgué entonces, ni le critico ahora.

 

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