¡Cuanto tiempo sin pasarme por aquí! Pero, bueno, no hay mal que por bien no venga y aquí traigo otro relato que ha quedado primero en el XXX Certamen del Picarral. A ver si os gusta.
HALLOWEEN
Nada más traspasar la puerta del edificio, el pie derecho de Justo se desliza sobre la viscosa untuosidad de un caramelo. Imperturbable, sigue caminando sin detenerse siquiera a mirar, siempre aferrado a su rígida postura: Cabeza gacha, barbilla pegada al pecho, hombros encogidos y cuerpo adelantado, como un fugitivo. De esta manera su enjuta silueta se vuelve invisible. Pero esta vez, la pegajosa adhesión de esa inocente golosina le ocasiona una leve cojera asimétrica y tenaz que entorpece el rápido discurrir de su paso nervioso. Enfadado murmura un exabrupto, al compás de su ritmo sabrosón, más espeso que todos los dulces del mundo juntos: ¡Malditos críos!, ¡malditos ellos y sus padres!, ¡malditos los vientres de las rameras que os concibieron!…, ¡os iba yo a meter “hallowen” por donde más duele…!
Nadie se habría imaginado nunca que esa boca fuera capaz de articular tales disparates, porque la presencia física de Justo es engañosa. Trae un rostro delicado, con pómulos insinuados, ojos claros de mirada triste y labios sensuales. Pequeño de talla, muestra unas hechuras livianas, casi evanescentes. Un conjunto que no encaja con su gesto sombrío y huidizo.
En realidad la personalidad de Justo es una incógnita universal porque ni su mujer, Juanita, ni su hija, Vicky, tienen un cabal conocimiento de los recovecos más íntimos que componen a este ser oscuro. Además siendo de naturaleza huraña, tampoco disfruta de amistades verdaderas con quien compartir emociones y esperanzas.
La psicología le consideraría misántropo, misógino y paranoide, todo ello aliñado con un picante toque de trastorno obsesivo compulsivo. Ahora bien, para el lenguaje común la explicación de su carácter es mucho más sencilla: Justo es raro de narices (y eso diciéndolo por lo fino).
Su vida transcurre en una plácida medianía donde aparenta sentirse a gusto: Milita en ese limbo intemporal que abraza a los hombre entre los treinta y los cincuenta años, su economía, sostenida por un salario industrial, le permite sobrevivir sin excesos pero sin sobresaltos y habita una vivienda de tipo medio en un barrio periférico igual al de cualquier otra ciudad mediana (¿por qué no Zaragoza y el Actur?). Incluso su forma de vestir es también anodina: Informal pero sin estridencias en el estilo, apagada y monótona en los colores. Puntilloso, relamido, con el peinado siempre perfecto… en resumen, gasta los aires de un seminarista casi posconciliar.
Desempeña su trabajo en una conocida multinacional del automóvil (¿tal vez la GM?), siempre en el turno de noche. Desde su punto de vista esto tiene varias ventajas: Mejor sueldo, menos jaleo, pero sobre todo hay dos aspectos que son muy apreciados por quien odia los cambios: La monotonía de su labor y la ausencia de sorpresas. Como detalle añadido, sus horarios extemporáneos le permiten evitar la mayoría de los molestos contactos personales a los que obliga la sociedad.
Puede extrañar que Justo, con estos antecedentes, superara su misoginia para casarse, pero aquel matrimonio más que del amor nació por puro agotamiento. Ambos, Justo y Juanita, pertenecían al mismo grupo de compañeros de colegio. A lo largo del tiempo la pandilla se fue escindiendo de manera natural hasta ser ellos sus únicos representantes. Así, las cosas cayeron por su peso y los dos elementos más insulsos del conjunto terminaron unidos por una simple cuestión de persistencia. En el imaginario de Justo el matrimonio es el estado ideal de las personas “decentes”, mientras que Juanita, tímida hasta lo patológico, no tuvo carácter suficiente para rechazar su propuesta.
De modo que formaron una familia, al uso tradicional, e incluso tuvieron una hija, lo cual es admirable pues Justo no se caracteriza por sus efusiones afectivas y menos por las sensuales que jamás han ido más allá de lo estrictamente imprescindible. Juanita, por su parte, carece de genio para resolver esta situación y se limita a mostrar su desencanto mediante silencios y amargura. Desgraciadamente para ambas, es en las distancias cortas de la intimidad donde Justo se desinhibe y libera sus rarezas convirtiendo la convivencia en una suerte de tortura. Sorprende que de un ser tan minúsculo y frágil rezume tanta mala baba.
Y así están las cosas hoy, día 31 de octubre, cuando retumba el teléfono a una hora infrecuente:
- ¿Diga?
- ¿Justo?
- Sí, soy yo, ¿quién es usted?
- Soy Puri, la vecina de tu madre…
- Ah, sí…. Dígame…
- Verás, disculpa que sea un poco brusca, pero tu madre ha fallecido esta tarde.
- … Ya… ¿Cómo ha sido?
- Bueno, estaba muy enferma… no sé si lo sabías.
- No… no tenía idea…
- Mira, mañana a mediodía la vamos a enterrar. Tus tías no querían que te avisase, pero ella me lo hizo prometer antes de su muerte. Yo he cumplido. Ahora tú sabrás lo que haces.
- Vale, vale, gracias… adiós.
Y aquí acaba la conversación. Justo, más pálido de lo habitual, se retira a su despacho seguido de cerca por Juanita que le pregunta preocupada: “¿Quién era?, ¿qué ha pasado?”…Sin dignarse contestar, cierra la puerta en sus narices y echa el pestillo. Entonces, y durante un buen rato, del interior escapan gritos, llantos, extrañas voces - ora de hombre, ora de mujer-, algunas risotadas siniestras, varios golpes fuertes y, luego, un silencio inquietante.
Vicky y Juanita, aterrorizadas, aguardan junto a la puerta en un vano intento de comprender algo cuando, sorpresivamente, Justo abre la puerta, sale ligero y, sin más explicaciones, ordena: ¡Vámonos!
- ¿Pero, cómo?, ¿a estas horas?, ¿a dónde?...
- A Judes. Mi madre ha muerto. Así que os quiero a las dos vestidas de luto riguroso. ¡Venga, rápido!
Y esta es toda la comunicación que mantienen durante las dos horas y media que dura el trayecto.
Judes es uno de esos pueblos perdidos en la montañosa Soria -a desmano de cualquier lugar-, cuyo pasado fue glorioso y que ahora sobrevive apenas habitado por medio centenar de ancianos. Justo marchó de allí una tarde a finales del verano de 1975 con destino a un internado de Zaragoza y nunca ha regresado. Parece que aquel viaje tuvo algo más de expulsión que de salida escolar, pues no estaba previsto pero, si se pregunta a los testigos, nadie ofrecerá una explicación convincente sino simples vaguedades, dando la impresión de existir algún pacto de silencio.
Curiosamente, ni Vicky ni Juanita han estado nunca allí, ni saben nada de una infancia que nuestro protagonista parece haber enterrado. Sólo conocen su existencia por la partida de nacimiento que presentó cuando la boda, pero nada más puesto que Justo no tolera preguntas sobre el asunto.
Llegan ya bien anochecido y, pese a los muchos años de ausencia, Justo no tiene ningún problema en reconocer la casa familiar. Durante este tiempo, hasta los pueblos más remotos han experimentado un notable desarrollo: Calles asfaltadas y bien iluminadas, redes de saneamiento, pabellones deportivos, plazas renovadas, ayuntamientos rehabilitados… pero todo esto no deja de ser una fachada. En cuanto se traspasa el umbral de las viejas casonas centenarias, asoma la verdadera esencia decimonónica y patriarcal de la Castilla eterna.
La puerta de la casa mantiene una hoja cerrada, mientras que por la otra, entreabierta, entran y salen los escasos vecinos para ofrecer sus condolencias y acompañar a la familia. Los hombres aguardan fuera, circunspectos, comentando los detalles de la reciente sementera. Dentro las mujeres, todas de negro, se reparten en rededor de una sala amplia y mal iluminada, mientras musitan la lenta melodía de un rosario desganado. Antonia, la del carnicero, lleva la voz cantante en la oración, con esa facilidad que otorga la práctica cotidiana.
La entrada de Justo y su familia origina un revuelo discreto de miradas y cuchicheos, amortiguados por el chirriar inquieto de algunas sillas sobre las losas de barro cocido. Solamente Doña Puri se acerca a saludarles y les agradece su presencia:
- Me alegro de verte. Has hecho lo que debías. ¿Ésta es tu esposa?, y ésta tu niña… ¡qué guapa!
- Encantadas…
- Tanto gusto
- Vale, vale, -interviene Justo con sequedad- … ¿dónde está mi madre?
- Todavía no la hemos bajado. Te estábamos esperando para prepararla. Ya sabrás que te corresponde a ti elegir el vestido para amortajarla….
- ¿De veras?- responde horrorizado-....
- Es la costumbre… A falta de hijas. Tu madre insistió en que fueras tú.
Las tías, entretanto, se limitan a observarles desde el fondo: a él, con desprecio, y a ellas con curiosidad morbosa. Justo, de nuevo demudado, las ignora sin alentar una sola palabra, como si hubiera entrado en un estado catatónico. Juanita y Vicky, por su parte, son conscientes de estar participando en un dolor ajeno a ellas pero, respetuosas y sumisas según su costumbre, se incorporan al coro de mujeres y desaparecen en la semipenumbra de los rincones, tan bien adaptadas al entorno como si hubieran nacido allí.
Doña Puri insiste y poco menos que tiene que empujarle escaleras arriba para que cumpla su cometido.
- ¡Venga, Justo!, compórtate como un hombre por una vez. Ya sabes dónde está todo, que no se diga. Y, por favor, no nos des otro espectáculo…
Justo tarda en reaccionar, atenazado por una aprensión visceral. Ofrece una expresión perdida y la piel translúcida. Cada poro de su cuerpo se rebela a través de un minúsculo temblor, y pese a todo, igual que al condenado camino del cadalso, su progreso se confirma mediante el quejumbroso gemir de los peldaños de madera antigua que, uno a uno, van anunciando la ascensión. Sin una transición consciente, Justo se descubre abrumado en el dormitorio grande, el que fuera de su madre y antes de su abuela. Aquí está el lecho secular, el altar donde se han gestado durante generaciones los destinos de la familia, con sus triunfos, sus miserias y sus enigmas.
Con movimiento mecánico abre el gran armario ropero, de sólidos tablones, para enfrentarse al vestuario completo de sus ancestros expuesto en este escaparate como un laberinto de vivencias y pasados: Allí, bajo ropa centenaria, también descansan cajas de contenido mágico: Joyeros engalanados, sombrereras asustadas por boas con hambre de marabú, pieles adormecidas de animales extinguidos… y todo el devenir de una estirpe que nunca se desprendió de nada.
Según contempla, extasiado, tanta historia, sus ojos tropiezan en el espejo lateral con la imagen de un hombre mediocre y aburrido. El hedor de esa visión provoca un estallido en su interior, que se dispersa y recombina como los mil cristales de un caleidoscopio prodigioso. Su razón evoca momentos remotos y acallados: el calor de un verano pegajoso, la picazón de un adolescente atormentado, el temblor asustadizo de quien se sabe transgresor de la moral, culpable de pecado. Se recuerda excitado de placer por lo prohibido, mareado de impaciencia golosa ante la arrebatadora visión de aquellos largos trajes rematados con encajes, por la promesa galante de la esencia de violetas, el aroma saturado del carmín, la delicada suavidad de las polveras… todo demasiado sugerente para esquivarlo, demasiado tentador…
…tanto que su deseo, desbordado, rompe y se desliza entre satenes, fluye vaporoso hacia emociones y peligros, se eleva sobre un miedo hecho de nube, como magia destilada y atrevida…. hasta derramarse en lluvia líquida tras el lamento imposible y repentino que emana de su madre muerta, de todas las madres muertas, de todas las bocas muertas -las de ayer y las de mañana- descomponiéndose en vida. Un barullo viejo y una conmoción nueva, confundidas en la misma y perpleja baraúnda de insultos, lloros y risas dislocadas, como si pasado y presente fueran una sola cosa.
Porque esta noche, como aquella otra memorable de 1975, Justo asoma al pie de la escalera transmutado en niña antigua. Trae el mismo glamour de una opereta y galopa sobre un enorme “dejavú”. Y una vez más el pueblo reunido con la muerte -en aquel día lejano la de su padre, hoy por la de su madre-, se escandaliza y ruge ante la tenue figura embutida en sedas y tafetanes: Muñeca fantasmal, de boca muy pintada, tez lechosa empapada en colorete y una mueca obscena entre los labios.
De sus ojos se desprende la mirada fundida de un ser que ha roto todas las barreras, esa maraña de obstáculos que había erigido desde entonces para ocultarse de su verdadera naturaleza. La realidad de alguien encerrado en un cuerpo que no le corresponde, reprimido hasta la enajenación por confesores apocalípticos, maestros recalcitrantes y una sociedad hipócrita y castrante que no sabe perdonar.
Fijaos bien, ésta es su única identidad, la que nunca supo manifestar, la que le roía el alma desde dentro y, pugnando por liberarse, le anulaba.
Por fin, un Justo transformado, deslumbrante, se planta en el centro de la habitación y, con provocadora voz de vicetiple, escupe su victoria:
- ¡¡Miradme, hijos de Judes, he vuelto!!
Y es que, como todo el mundo sabe, en las noches de Halloween los niños salen disfrazados de sus casas, los espectros se remueven en las tumbas, los caramelos se escapan de sus envoltorios y las muñecas antiguas, ataviadas de organdí, abandonan para siempre los viejos armarios roperos de las mansiones encantadas.
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