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Por eso cuando la Doña murió, por extenuación, no hubo gaucho que no pasara a presentar sus respetos, y más los agradecidos que eran muchos, igual por sus favores en arrullos que en sustancia, pues fueron demasiadas las hambres, de cualquier tipo, que calmó la finada.
De pura pena, o deuda silenciada, a Gualterito lo recogió Don Bartolomé Guzmán, estanciero poderoso, cacique sin ser indio y hombre de pocas bromas. La deuda no debía llegar a tanto como para incluir cariño en el trato y lo primero que hizo fue dejar a Gualterio en un “quincho” perdido al cargo de dos viejos gauchos. Por supuesto, éstos no estaban por la labor de ser padres ni acaso hubieran sabido, que bastante tenían con cuidarse del ganado, de la indiada robacueros y de los cuatreros, y poco más que la comida le daban, palabras menos y zurras, algunas. Así que el zagal, con cinco añitos, andaba más que solo por aquellos andurriales ausentes de cualquier dios.
Como el hombre es animal social, y busca compañía, Gualterio halló en los irracionales todo lo que las personas le negaban. Y allí no faltaban los caballos ni las reses, abundaban los guanacos y hasta el ñandú asomaba de cuando en cuando. Y siendo los niños, como son, excelentes aprendices, en seguida supo entender las miradas pausadas de las vacas, los movimientos nerviosos del caballo y sus querencias; y tanto y tan bien se adaptó a sus modos que, al cabo de pocos años, cualquiera hubiera pensado que Gualterio era uno más de la manada.
Y al igual que a los potros les llega el momento de la doma, también a Gualterio le llegó el tiempo de la hombría. No tendría más de doce años, pero la vida dura y el clima extremo habían hecho del pequeño huérfano un esbozo de hombre entero: Morocho y crespo, de ojos negros y mirar equino, silente, muy ancho, cuadrado y poderoso pese a la edad. Para entonces ya montaba los caballos sin necesidad de arreos, pues más se asimilaba a centauro que a jinete, y era tan buena la juntura que no quedaba claro quién era quién en ese monstruo doble. Era tanto su entender sobre el ganado que los gauchos le admiraban con respeto y atendían sus consejos: Cuando iban a “campiar” si Gualterio decía que por aquí, por ahí iban y siempre atinaba para encontrar un matalón perdido o una punta de yeguas desviadas. Como era fuerte, a todo hacía, igual en el rodeo que en la doma; lo mismo atendía a una yegua de sobreparto, que amamantaba algún potranco repudiado. ¡Cómo iba a ser de otra manera si más tenía de caballo que de persona!
Pero en todo paraíso cabe un rinconcico del infierno, y aquí no había de ser diferente.
Tal día se presentó Don Bartolomé, el estanciero, con cinco de sus fieles a recoger una cuerda de potros nuevos, y tras terminar la faena, así como quién pide un café, tiró el “pucho” del cigarro al suelo, miró muy lento a Gualterio y le dijo: “Ahora te acercas a ese “bagual bichoco” lo degüellas, y le sacas los cueros, que “pa” mí los quiero”. Traía aquella mirada todo el veneno de un reto porque no era el estanciero hombre de lealtades a medias: exigía sumisión y obediencia ciega. Y, buen conocedor de la debilidad que nace del afecto, bien sabía que ordenarle esto a Gualterio equivalía a proponerle una suerte de suicidio íntimo, pues no había seres con los que más se identificase que con los caballos, y especialmente con ese viejo garañón, calmo y paciente, que había ejercido como “padre” de Gualterio mejor que ningún humano.
La reacción del chico fue idéntica que la de un caballo malón cuando se espanta, ahí se encalabrinó y salió huyendo por la llanura con los ojos idos y el alma en la boca, hecha de espuma y horror. Largo trecho tuvieron que enlomar los esbirros de Don Bartolomé para darle alcance a lazo, como a cualquier otra bestia; y aun entre cuatro no se daban maña para sujetarlo, pues tanta era su rabia, o instinto, o lo que quiera que se diga en estos casos.
Lo trajeron a rastras, envuelto en sogas y ensangrentado; pero como todavía le quedaban arrestos, aún se revolvió salvaje, desbocado, furo. Y allí mismo, sujeto al poste, el amo pidió el “arriador”, lo desenrolló con parsimonia y con mecánica indolencia fue descargando sus golpes. Muchos debieron parecer, incluso a los más acostumbrados, porque de las primeras risitas, pasaron al silencio nervioso, y luego a los gestos desencajados. Pero nadie osó parar la mano implacable del sayón.
Cuando, jadeante y sudoroso, terminó, Don Bartolomé se acercó al muchacho semimuerto, y, con los dientes prietos y los ojos desbordados, le espetó, despacito y a media voz: -“laburo, muchacho, laburo y obediencia, nomás te pido. Dale al fierro y por tus huesos nunca jamás me encares una orden, ¿entendés?- entonces, sentándose sobre una piedra, se encendió otro cigarro, se secó el sudor de la frente, y esperó con la serenidad del que se sabe dueño de haciendas, de cuerpos y, más aún, del miedo que injertaba en esas almas.
Tardó Gualterio en moverse, pero al cabo, renqueante y machacado, se acercó al garañón, le acarició muy suave el cuello mientras le iba susurrando lágrimas y sangres; lo arrodilló primero, lo tumbó después y sin perderle la vista, como quien se despide del mundo, con un movimiento certero y seco dio dos tajadas exactas: Una que rebanó el gaznate del cuadrúpedo, la otra, invisible, que segó cualquier atisbo de cordura o entendimiento en los sentires, ya muertos para siempre, del muchacho.
... (continuará)...
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