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A partir del aquel día, Gualterio ya no sonrió más, y si hablaba poco antes, ahora simplemente no mentaba. Tan sólo cuando sacrificaban alguna res bisbiseaba algo a modo de oración mientras encaraba a la víctima con una mirada entre ida y lastimosa. Porque desde aquél suceso se transformó en el más diestro matarife que conocieron las pampas. Era exquisitamente hábil con cuchillas, fierros y garfios. Nadie como él apiolaba tan finamente, con tanta premura y precisión, que jamás se escapó mugido o relincho de ninguno de sus “clientes”. Daba la impresión de que con esas palabras que musitaba quedas en las orejas de los brutos los hacía cómplices de su holocausto, como si al darles muerte les hiciera el favor de evitarles toda la crueldad y el daño que él mismo había sentido aquél día infame cuando perdió el instinto.
De alguna manera, en algún rincón íntimo y lejano de su mente, se había propuesto transformar la barbarie en triunfo, porque sabía que cualquier otro, menos certero que él, sólo conseguiría alargar el sufrimiento y las angustias.
Después, al terminar, siempre repetía su letanía a modo de conjuro salvador:
- “Sólo es laburo, laburo nomás” -
Por eso, algunos años más tarde, cuando fue llamado a filas por el ejército, le seleccionaron para una siniestra misión en los sótanos de la Comisaría General de Tucumán, probablemente debido a su carácter, reservado en extremo, sus maneras hurañas y solitarias, y, por supuesto, a la fama que le precedía como matarife.
Y allá, entre gritos y sollozos a los que parecía inmune, siempre se encargaba del último golpe. Y con el mismo ritual sedante que empleaba con las bestias, encaraba los ojos de la víctima mientras susurraba aquellas misteriosas razones que tanto serenaban al premuerto al tiempo que, con un movimiento fulgurante, degollaba a los torturados señalados, que morían sonrientes como quien ha visto la Gloria.
Porque por alguna extraña alquimia infernal, Gualterio transformaba el miedo y el horror en un acto de amor extremo, el más sublime que se pudiera dar, pues era último y definitivo.
Y, tal vez contagiado por esa exaltación, también descubrió entre lamentos un nuevo sentimiento de deseo que nacía desde su desterrada condición viril. Aquello sucedió esa extraña noche en que, tras la infame ejecución de una guerrillera tupamara demasiado joven, exclamó compungido y en voz alta:
-“¡La pucha, que valiente la pobrecita con sus ojitos de yegua!”- y con esas pocas palabras, Gualterio había expresado lo más parecido a una emoción que sintiera en toda su vida.
Luego quedó pensativo, estatua durante unos segundos inmensos. Por fin, vuelto a su ser ausente, sacudió la cabeza como quien rechaza un mal pensamiento, y acabó repitiendo:
-“Sólo es laburo, laburo nomás” -
... Final...
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