lunes, 30 de mayo de 2011

CUANDO DIOS ERA PEQUEÑO

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En un principio Dios sólo era un punto
ciego y muy pequeño.
Tan pequeño que explotó de rabia por no verse,
deshaciéndose en pedazos.

Después, a base de chocar y batirse
como leche en chocolate, nació el hombre,
-es decir, Dios-
consciente de ser, y no ser nadie.

Entonces vio al fin el resultado
-no sé si le gustó-



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miércoles, 4 de mayo de 2011

EL DESPERTAR

Nota: Este relato ha recibido el primer premio en el X certamen literario "Valentina Ventura" de Tauste (Zaragoza). Los que hayáis leído el relato "Laburo, no más", notaréis que se retoma el personaje de Escolástica Falcón, se repasa de manera somera su historia y termina precisamente con el nacimiento (o encuentro) de Gualterio Falcón. En realidad sería otra parte de una historia más compleja... pero al tiempo. Confío en que os guste.


EL DESPERTAR


Escolástica Falcón despertó bañada por ese asombro anaranjado y lejano que La Cordillera derrocha desde su horizonte inagotable. Con un bostezo agradecido volvió a recordar por qué había elegido para recogerse aquel rincón sereno del paisaje pampeano.
Como cada mañana desde hacía veinticinco años, bajó de la cama, se salpicó la cara en el aguamanil y, parada frente a un gran ventanal henchido de cumbres andinas, dejó secar su rostro al aire mientras evocaba sin temblor aquellas otras cimas pirenaicas de una infancia remota. Por un momento tan breve como ese hueco ausente y forzado que le lacraba el vientre, se imaginó feliz.
La vida de los desposeídos no tiene senderos lisos, y La Doña -que así era conocida por aquellos yerbatales: en mayúsculas y con respeto-, hubo de transitar desde bien niña por los más abruptos.
Al igual que tantas otras antes y algunas menos luego, Escolástica nació rodeada de hambres sin alivio en una aldea escasa del Aragón antiguo. Siendo despierta como era, para calmarlas practicó el más común de los afanes: con trece años huyó del surco y se buscó la vida en Barcelona; primero de mandadera en un comercio de coloniales y luego -ya pimpollo reventón- ejerciendo como doncella en una casa rica del “Passeig de Gràcia”.
Allí, aturullada con tanto marabú y tanta moderna elegancia, Escolástica perdió el terciopelo suave de alberge que explicaba la inocencia de sus pechos y algo más que no se nombra porque no hace falta, o porque queda más abajo de lo prudente. Tenían los señoritos burgueses de entonces una predilección malsana por las muchachas limpias del campo, en un torpe intento por emular las modas de lo natural que aprendieron cuando estudiaban en Manchester y Londres, -igual que hacer “sport”, o la gimnasia sueca-. La misma predilección que urgencia gastaban sus “papás” por deshacerse del “problema” según empezaba éste a crecer en el seno de la incauta -por algo aún escondían, junto a los valores del Bolsín, los viejos trabucos del somatén y las sotanas-.
Escolástica comprendió enseguida lo que vale una promesa de amor, es decir, nada, y lo mucho que cuesta desprenderse de los llantos; y también recordó lo que ya sabía, que una mujer sola, embarazada y pobre, sólo tiene una acera por recorrer: la que lleva directa al hospicio de “La Caritat” -donde arrumbó al bebé, deshecha en duelo- y sin demora a la calle Avignón, pues en aquellos renombrados “mueblés” empezaban su “carrera” las mocitas guapas y engañadas de los pueblos -y menos mal, porque aún atesoraban tiempo para terminar en peores sitios-.
Excepto dinero, el azar había depositado en Escolástica toda clase de virtudes para encarar las cosas como vienen, de modo que no supo estarse quieta y pronto se hizo con una reputación -no sé decir si buena o mala, pero a todas luces rentable- que le aseguraba un buen pasar.
No era “Lasteta” -que por ese apodo la reclamaban sus clientes con bastante rechifla- mujer de aguantaderas, sino traviesa y atrevida; lista, sí, pero también joven -demasiado- y, por ende, enamoradiza. Así que no tuvo mejor ocurrencia que renunciar a lo seguro y embarcarse hacia Cuba, hay quien dice que influida por el ritmo melancólico de las habaneras que tanto sonaban o, más bien, seducida por los mostachos impecables y el mirar profundo de un Piloto de mareas -¿por qué no sabrán convivir inteligencia y pasión sin estorbarse?-.
Y a partir de ahí, dibujada de “femme fatale”, comenzó su leyenda de seducciones, huidas y derrotas -aliñada por un rastro de niños incluseros-; una aventura de caídas y pasiones donde enfrentó a hombres con hombres, amó sin cortapisas, provocó duelos y alivió mil llagas. Era Escolástica puro imán que busca al hierro -para con él herirse sin reblar nunca-, obsesionada por hallar algún nuevo horizonte donde ocultar ese desencanto ahogado que le ladraba desde dentro como una rabia sin manos que morder: Desde La Habana a Caracas, luego Bahía -flor de cacao-, después Iquitos -de puro caucho-, Salta, el Neuquén… un periplo de lugares, escándalo y reyertas.
Años más tarde, ya corrida y desgastada, jamona por la edad y harta de galanes, fue a darse de bruces con un impresionante caserón colonial a desmano de cualquier señuelo, y se encandiló con tres ventanas -mejor dicho, del paisaje andino que enseñaban- seguramente pensando que éste no le abandonaría nunca, como sus otros amores, o porque rozó en ella algo que se fingía muerto y despertó.
Con parte de lo guardado, que no era poco, adquirió la finca y montó una pulpería para dar servicio al gaucho y al milico, al indio y la barragana, sin despreciar a nadie. Se relacionó bien con los estancieros del contorno, que buena escuela tenía, y recibió el reconocimiento general de la provincia y todos sus secuaces.
Así estaban las cosas aquel día de abril que anuncia nuestra historia cuando, extrañada, sintió moverse una sombra en el zaguán contiguo mientras se escuchaba un ronroneo suave como el lento musitar de una triste milonga. Salió afuera nerviosa, con el corazón botando, para encontrar allí lo que intuía: un cestillo en el rincón, desbordado por dos ojos asustados. Y ya fuese por caridad, o porque también tenía culpa en la conciencia -pues más de un mamón olvidó ella por esas tierras de Dios- fue sentir llorar al desdentado, que se le puso un calor así, bien prieto al pecho, y comenzó una emulsión feroz de lágrimas antiguas; y tanto pudo la naturaleza de las viejas penas que donde la ley de las cosas rectas hubiera dado en sofocos y sudores, estallaron dos manchas de leche incontenible que escurría en su camisa como llanto de pezones.
Y ya no hubo fuerza en el mundo para separarla del pequeño, y a nadie sorprendió demasiado tal milagro, pese a que las mujeres sesentonas -las corrientes-, no sacan su historia licuada en leche por los pechos. Pero así eran las cosas en aquel lugar y en aquellos días.
Es cierto que hubo quien se malició si todo era un engaño de Doña Lasti para esconder algún devaneo inconfesable, y que tal milagro no fue sino teatro por preservar su honra, y que de tan gorda como estaba nadie notó el embarazo. Tal vez, aunque en verdad la virtud de La Doña, bien dudosa, no necesitaba tapujos, y que su avanzada edad seguía otorgando al asunto la categoría de extraordinario.
Lo que tiene la natura es que no miente, y al cabo de cuatro años de alimentar tantos hijos perdidos -que ni un día dejó de darle el pecho al pequeñín-, el rorro había medrado fuerte y compacto, sano y “colorao” como un potranco, al tiempo que La Doña se consumía igual que la cecina seca, y tal pareciera que se le iba el ser disuelto en leches y calostros. Y donde hubo abundancia no quedó sino tendón y sarmiento, y pieles flojas, y ojeras agarradas. Aquello semejaba una suerte de trasvase entre dos cuerpos, pues lo que se perdía de una parte se instalaba completo en el muchacho, lo mismo las carnes que sus genios fuertes.
Al poco tiempo murió, por extenuación, quien tanto había vivido y no hubo alma del paisanaje que no pasara a presentar sus respetos, y más los agradecidos que eran muchos, igual por sus favores en arrullos que en sustancia, pues fueron demasiadas las hambres, de cualquier tipo, que calmó la finada.
Hoy de su memoria tan sólo se guardan tres ventanas desusadas, el jardín de huesos rotos -como esas estatuas de mármoles quebrados-, y una lápida aterida con su nombre, dos fechas y este elogio:


Escolástica Falcón Acín
(Ardanuy-Huesca 1871-Tupungato-Mendoza 1937†)
“Mujer de frontera, puta cuando tocaba y madre de arriada”



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