lunes, 10 de enero de 2011

EL ROSARIO (1ª Parte)

(Relato ganador del 2º premio en el XXVII Certamen literario de la Asociación de Mujeres del Picarral-Zaragoza)


Jamás imaginé que la traición naciera perfumada de coñac, ni que los actos que más nos dañan se preparan sin temblar.
Abandono un par de monedas desganadas sobre el mostrador y, de nuevo, siento cómo empuja este pánico donde me nace el rencor. Él se insinúa con algunos roces suplicantes que otorgan a su tacto un calor extraño, de llanto u oración, pero no logra conmoverme.

Enfrentados a la calle husmeo el aire con disposición de fiera, elijo un rastro agreste tiznado con aroma de charcas que llega por la izquierda y, en silencio, comenzamos nuestro andar cabizbajo hacia el martirio por un sendero de calles semioscuras, casi entrecerradas.

Es ahora, durante este caminar penoso cuando, en cada esquina que doblamos, me atraganta un pellizco de memoria:
No puedo concretar cual fue el primer encuentro, pues así sucede siempre con las cosas que de verdad importan.

Al principio yo era tan pequeña que nada sobresalía en mí para justificar su existencia y menos aún su uso –tan pequeña que al salir de casa iba libre y liviana, cargada sólo con mi conciencia sin pasado-.

Verdaderamente no guardo una noción exacta del milagroso momento, pero supongo que influyeron las amigas, la moda, las costumbres - ¡qué se yo! - y en algún instante difuso entre la pubertad y mi adolescencia nos descubrimos juntos, abrazados, e iniciamos esta andadura convergente, tal vez por su presencia seductora o porque era inevitable, como el pecado original.

En esa época remota él sólo era un vacío, pues mi ser incipiente no precisaba ningún auxilio, pero la nota de su peso tenue en un costado alentaba promesas de lealtad y futuro. Y así, fiada a su criterio, fueron apareciendo, con un orden casual, aquellos detalles que me completaban: Algo de dinero –poco-, un pañuelito de flores, las gomas del pelo, ciertos secretos… Con el paso de los años, y a medida que se alejaba la inocencia, llegaron más inquilinos: Una cartera de piel, mi polvera espejada, un lápiz de labios, las primeras compresas… Nos íbamos haciendo mayores, tanto que al fin hemos alcanzado esa edad -que algunos dicen madurez y otros decadencia- donde todo parece detenerse.

Habitualmente su contenido presenta una confusa barahúnda de objetos que puedo separar en tres grupos bien diferenciados. De una parte está lo funcional: El monedero, la documentación, tarjetas de crédito, una agenda, las llaves de casa, un bolígrafo, el móvil…

Luego vienen los accesorios de uso íntimo e “imprescindibles”: Los consabidos “tampax” (para las emergencias, y sí, ahora que somos “adultas” usamos tampax), mis adminículos de maquillaje, un paquete de “kleenex”, el cepillo de dientes plegable, braguitas limpias, preservativos -nunca se sabe con quién va a amanecer una-, varias aspirinas, los cigarrillos…

Estos dos apartados son cambiantes, dependiendo de las circunstancias, pero al final quedan esos otros misterios inmutables y que a nadie dicen nada sino a mí: Un lejano billete de tren - ¡aquél viaje! -, una ajada entrada de cine, el mechero gastado de un amor imposible, varias servilletas de papel tan arrugadas como sus versos… en definitiva esa constelación de residuos mínimos con que se construyen nuestras vidas; porque los grandes eventos, los actos especiales, son eso, singularidades, rarezas, y sus logros los colgamos en vitrinas y paredes, a la vista, mas la verdadera realidad se edifica con rutinas que escondemos en el bolso.

Por eso, en el mío, todo tiene su lugar y su razón y el conjunto dibuja una silueta única, un perfil de hembra en movimiento. Cumple el cometido de un críptico diario íntimo que -para quien sepa leer detenidamente sus mensajes- me define y explica en el tiempo, y aunque somos juntas, adquiere una personalidad independiente, pues me excede.

Durante largas temporadas nuestra relación ha sido amable y amistosa. Bien es verdad que él cambia con frecuencia su aspecto exterior, pero al igual que las personas renovamos nuestras células cada siete años, sin dejar de ser nosotras, así mi bolso mantiene su entidad, su esencia, al margen de las formas.




../.. (continuará)

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