martes, 11 de enero de 2011

EL ROSARIO (2ª Parte)

(Relato ganador del 2º premio en el XXVII Certamen literario de la Asociación de Mujeres del Picarral-Zaragoza convocado bajo el lema: "Los secretos de mi bolso")

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Como expliqué antes, hemos crecido a la par y - ¡qué ironía! - según la vida se nos complica ha aumentado nuestro peso cargadas con un lastre de experiencias. Sobre mis viejos fetiches se han superpuesto más pastillas, más muletas. Primero fueron ansiolíticos, luego somníferos, finalmente los antipsicóticos. Es difícil idear una ascensión a la locura tan bien escalonada.

Entonces comencé a notar su suave influencia de manera tangible y clara, al principio con complicidad, con sintonía. Parecía conocer mis intenciones y al buscar algo en su interior, él me devolvía otro objeto diferente del deseado que venía a resultar providencial: Con frecuencia me daba un caramelito de menta en vez del cigarrillo que ansiaba; otras veces me entregaba un pañuelo de papel cuando, en realidad, buscaba urgente las gafas de sol –y así me advertía, en silencio, de que los sentimientos se deben mostrar pues las lágrimas, para que mojen y arrastren, han de hacerse públicas-; también quedaban esas situaciones donde acallaba, discreto, el teléfono móvil y luego yo descubría varias llamadas perdidas de mi “ex”, con lo que me ahorraba una discusión. Era su elegante forma de protegerme: mi pequeño-gran ángel de la guarda.

Jamás lo comenté con nadie pues apenas era una impresión, una sorpresa. Además, siempre se me han hecho insufribles esas sonrisitas escépticas que sobresalen de algunos labios con su infecto aire de condescendencia. Sí, me darían la razón, igual que a los niños y a lo tontos, o me intentarían convencer con elaboradas teorías freudianas sobre el inconsciente y los actos fallidos.

Y el caso es que era listo, nunca alteraba las cuestiones importantes sino que actuaba con acciones muy sutiles y concretas. Aquello exigía el concurso necesario de una inteligencia, pero ¿cuál?, ¿acaso mi negada personalidad rebelde, o quizás otra diversa e innombrable?

Desgraciadamente, con el paso de la vida, ha sucedido como con los amantes celosos, que poco a poco se tornan posesivos, exigentes y reclaman supuestos derechos. Tal vez por ello, sus intervenciones han cambiado de amables y delicadas a otras claramente inoportunas, desagradables, aterradoras.

Son actos cargados de secuelas pues alteran el orden de la realidad. El primer aviso serio lo recibí al presentar el pasaporte en el aeropuerto. En vez del mío emergió de su interior, gastado y sucio, el de mi padre, ese hombre borroso que nos abandonó siendo yo niña. Después de perder el vuelo y todavía impresionada, lo revisé de nuevo: Sin ninguna explicación aparente, aquél era “mi“ pasaporte. Supuse que había sufrido una alucinación y no quise darle más vueltas, ¿para qué?

En otra ocasión protagonizamos una escena en la panadería digna del mismísimo Mister Bean. Cuando intenté sacar la cartera para abonar la “baguette” que compro a diario sentí cómo algo –o alguien- me agarraba con firmeza y tiraba fuerte hacia un fondo inexistente. Visto desde fuera debió resultar muy cómico el espectáculo de una mujer de mediana edad bailando enloquecida con un pan en una mano y su bolso en la contraria. Para mí no lo fue. Farfullé una disculpa y salí huyendo sin pagar. Cuando logré desasirme, el anillo que heredé de mi abuela ya no estaba en su lugar. Supongo que andará perdido por su abismo pero no he tenido valor para buscarlo.

Así hemos convivido últimamente, con este juego siniestro de advertencias y premoniciones donde no sé distinguir si pretende empujarme a la locura, o se erige en portavoz de algún mensaje culposo del pasado. En cualquier caso, esta misma tarde he sufrido la más desconcertante de sus acciones, la que por fin ha sobrepasado todos los límites, la que ha roto nuestro pacto vitalicio, pues ha despertado un resorte de duda intransitable entre mis miedos.

Comprended mi espanto: Había conseguido intimar con un hombre joven, razonablemente feo, y lo suficientemente hambriento para calmar las inquietudes de esta mujer, sola, madura –aunque no decrépita- y que, pese a estar alejada de sus mejores momentos, aún conserva cierta opulencia acogedora (lo sé, soy un pendón, pero a mi edad se agradecen las pieles tersas. Por favor, no me juzguéis). La cuestión es que, llegado el momento oportuno, busqué con urgencia un preservativo –os dije que siempre hay que ir prevenidas- y, en su lugar, descubrí entre los dedos, imposible, ¡el rosario de mi madre!, aquél que prendí llorosa de sus manos tibias y ausentes el día en que la enterramos; el mismo con el que rezamos juntas durante tantas tardes amargas de culpa y pecado simulando un continuo bisbiseo de bocas apretadas. Aquél que deseé no volver a ver jamás.
El grito que ensayé nació mudo y se dirigió hacia mí para llegar más lejos y más hondo, que los fieros alaridos de un Tarzán entre lianas; tanto que ha colmado el vaso de las dudas y me ha secado los rincones.

Por eso estoy aquí ahora, con mi dañino bolso, dispuesta a asesinarlo oculta entre cañares, armada por la misma desazón de pieles erizadas que antecede a un sacrificio. Tendrá mucho de suicidio –así lo siento- pero un clamor de voces sepultadas me lo exige.
Después lo purificará el fuego y lo enterraré –sigilosa, subrepticia, culpable- en el descampado, bajo las tamarices, junto a otros lodos pasados y un despojo del presente.


***

“Ya se ha perpetrado la matanza y camino con un hálito de paz. Hay quien me creerá loca -¡yo no sé!- pero ahora regreso ligera por las calles, de nuevo niña, sin otra luz que mi futuro y el eco incomprensible en un bolsillo de aquél rosario viejo y lacerante, como una punzada en el vientre, como una llamada del tiempo”.




... FIN ...

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