sábado, 17 de octubre de 2020

LA VELA

    Todos los montes paren seres extraños. A veces son gigantes, otras fantasmas y, de vez en cuando, algún ermitaño desengañado del mundo. No es acertado ubicar con precisión los personajes, no vaya a ser que salga algún conocedor del paisaje que te saque los colores. Tampoco es cómodo señalar tiempo y edad, pues es mucho más práctico moverse en la ambigüedad de los pasados y sus brumas.
 
 
    Así establecido diremos que, no lejos del Moncayo, allá donde se juntan Castilla y Aragón, a cierta distancia del lugar de Samanes, apareció un día un hombre de aquellos de edad indefinible, barbas luengas y mirada reposada. Como veis todo dentro de lo reconocible. De dónde vino y cuándo tiene menos importancia, pero por sosegar al lector, señalaré que español, lo que se dice español, no debía ser pues arrastraba un difuso acento británico, aunque esto podría ser consecuencia de una larga estancia en tierras lejanas.
 
    Sea como fuere, si por purgar algún pecado, o por haber visto más cosas malas que buenas por el mundo, allí dio nuestro hombre en establecer su purgatorio. En una cueva somera, que más tenía de abrigo que otra cosa, buscó cobijo y con cierta maña que se daba y alguna que otra ayuda de los naturales, se procuró catre, vallado y fuego, comodidades suficientes para quien poco necesita. En cuanto a los asuntos del sustento, el bosque es buen mercado si uno sabe apañarse, y donde no llegaba el bosque alcanzaba la caridad de los vecinos.
 
    Por aquellos tiempos y lugares algo alejados de las rutas más transitadas, cualquier novedad era recibida con curiosidad y alborozo, más de lo primero que de lo último, sobre todo para salir de la monotonía que tiene la convivencia entre gentes escasas y lugares demasiado conocidos. Así, enseguida corrió la voz, y no había día que no se dejasen caer por allí, para conocer al Santo (que así dieron en llamarle), todo tipo de paseantes, unos con buenos motivos y los otros con mejores escusas. Él los recibía con afecto y palabras breves, compartía lo que tenía y aceptaba con naturalidad lo que pudieran traer. Pero lo que mejor hacía era escuchar, escuchar con paciencia y sin dejar caer jamás un juicio, o una censura. Luego, si el caso lo requería, podía ofrecer algún consejo, algún remedio antiguo o algún consuelo humano.
 
    Pasados los años, el Santo estaba tan integrado en el paisaje como cualquier otro rincón, laguna o roca señalada. Los vecinos lo tenían como propio y tanta confianza se gestó entre el uno y los otros que todos pasaban al menos una vez al año a presentar sus respetos, ofrecer lo mejor de su casa, y compartir un buen rato de conversación y confidencias. Incluso los párrocos de la zona le visitaban, pues acostumbrados a escuchar las confesiones de sus feligreses, descargaban en él sus muchas dudas, sabedores de que era casi lo mismo que hablar con el altísimo. Nunca nadie pudo decir que de su boca saliese tal o cual mal comentario, infidelidad, latrocinio, crimen, debilidad o cualquiera de los defectos con que los humanos estamos construidos. Y eso que sabía todo de todos, pues su presencia funcionaba como lubricante social que permitía a las gentes liberarse de aquellos secretos que ennegrecen el alma.
 
    Nunca pedía nada por su paciencia y consejos, pero sí rogaba que le dejasen una pequeña bolita de la cera que producen nuestros oídos. Ante la extraña petición afirmaba que tan humana era la cera como cualquier parte del cuerpo, pero que ésta tenía la cualidad de recordarle a las laboriosas abejas y la miel que regalan. Además, así tenía un recuerdo de todos sus visitantes. “Con cada una de vuestras bolitas de cera -decía- estoy fabricando una vela que, en su momento, os traerá luz y conocimiento”. Luego, con discreción sonreía a sus adentros.
 
    Pero la naturaleza es tozuda, y al Santo, como a todos, le llegó su momento. En una tarde de otoño, de esas que presagian frío, lo encontraron echado en su catre, con el rostro sereno y el lugar ordenado, como si lo sospechase. A sus pies, estaba aquella vela, casi cirio, que tantos años le llevó elaborar. Dicen que en el ambiente se percibía un perfume de miel, y que el zumbido del viento que entre los muchos huecos del abrigo se colaba, traía rumor de abejas.
 
    Con delicadeza lo subieron al pueblo, en un ataúd sufragado por todos y dispusieron la iglesia para velarlo adecuadamente. 
    Durante la noche, con el templo repleto y un rumor de oraciones, alguna de las beatas creyó que sería un buen homenaje encender aquella vela que tanto trabajo precisó.
 
    Sobre lo que ocurrió a continuación, nadie se pone de acuerdo, pero todos coinciden en señalar que no fue normal sino que más cabría definirlo como prodigio, milagro o cosa sobrenatural, que fue acercar la llama al pábilo y producirse una luz intensa, blanquísima, casi resplandor, como si el sol hubiera estado encerrado en la cera. Al mismo tiempo, sonaron multitud de voces profundas, atormentadas, que iban diciendo cosas como: “El molinero sisa en el peso a sus clientes”, o “la sacristana yace con el cura…” y así fueron saliendo todas las vergüenzas y secretos que cada uno había contado al Santo durante tantos años. 
 
    Por fin, alguien tuvo reflejos suficientes para apagar la vela indiscreta y acabar con aquella perversa magia. La parroquia quedó impresionada y fue tanta la vergüenza (pues a todos alcanzó la maldición) que no hizo falta hablar para sellar un pacto de silencio eterno. Al Santo lo enterraron fuera del cementerio, en un hoyo bien profundo junto a la vela maldita. Nunca nadie habló de lo ocurrido y si algo se sabe de todo esto es porque todavía en las noches ventosas de otoño, tapadas por el rugido del cierzo, parecen sentirse voces como de ánimas, que cuentan los más íntimos secretos de los vecinos muertos, y algunas malas hazañas de los vivos. 
 
 

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