jueves, 12 de febrero de 2015

Todos conocemos personas más preocupadas en fastidiar las vidas ajenas que de vivir las propias. Todo tiene su porqué, pero a veces pasa lo que pasa y se lo tienen merecido.... (un divertido relato basado en la vida real)























PELOTAS



A Eleuterio Galán nunca le gustaron las pelotas. Ni los niños, ni sus risas… acaso porque él no fue feliz cuando tocaba.
Si tuviéramos que explicar la infancia de Galán, la palabra “desdichada” se nos quedaría corta. Era Eleuterín silente y esquinado, de esos niños entecos y piernicurvos, huérfanos de cualquier habilidad social y tan proclives a recibir las burlas de los demás, como si con un imán interior las atrajesen; o dicho de otra manera y en castizo: era el “capacico de las hostias”. Además a todo este despropósito se añadía su única virtud: La inoportunidad. Tenía nuestro mocoso la insana costumbre de asomar en el peor de los momentos: Si rompían un cristal jugando al fútbol, todos escapaban a tiempo, menos él, tan despistado… o si un maestro ordenaba silencio, siempre quedaba su voz en el aire, portadora de una última palabra fatal –fatal para él claro, que sus compañeros bien que se divertían con sus desdichas-.
Naturalmente, su autoestima era un ente imaginario, como los Reyes Magos o Superman. En cuanto al físico… ya apuntamos algo sobre esa esmirriada anatomía. Los niños asumen con naturalidad la ley del más fuerte, y la aplican con abundancia generosa. Imaginaos el resultado de tal práctica sobre su endeble organismo: Todo él era una sucesión de moratones, rasguños y magulladuras varias.
Eleuterio no era inteligente -tampoco en eso la providencia fue generosa con él-, pero sí rencoroso y tozudo. A trancas y barrancas fue pasando los cursos, más por el poco entusiasmo que despertaba en los profesores la perspectiva de soportarle otro año que por méritos propios.
Lo cierto es que tantos golpes y tantas humillaciones acumuladas, le indujeron a tomar medidas paliativas, y como solución se le ocurrió apuntarse en secreto a un gimnasio culturista, de esos que se anunciaban mediante asombrosas fotografías en blanco y negro de hombres musculados con deslumbrantes sonrisas falsas. Y sí, a base de sudor y lágrimas –sin perjuicio de lo que ayudaron la edad y sus hormonas-, lo consiguió: supo labrarse un cuerpo envidiable, repleto de morcillas y cuadraditos.
Lamentablemente para él, a esas alturas –había alcanzado los 21 años- ya no estaba en la escuela, ni nadie de los de su entorno mostraba demasiado interés en pelearse, pues andaban todos más atentos a las chicas, los bailes y otras salsas. Asomaba de nuevo su extemporaneidad y los deseos de venganza debieron posponerse.
Ahora el reto consistía en manejarse en el sutil mundo del flirteo. Huérfano de cualquier experiencia en ese terreno -que demasiadas horas había tenido que invertir en el gimnasio- sus repetidos fracasos amorosos fueron de escándalo pues así como quien dice, “se le había pasado el arroz” y la “bola” que alimentaba su frustrada personalidad, siguió creciendo.

Llegados a este punto, daremos un salto en nuestra historia para encontrarnos a Eleuterio Galán ya entrado en ese monumento indefinido que llamamos madurez. Se había malcasado con una mujer irritante y perversa -era la única que quedó libre en su exiguo mercado sentimental- que tenía la capacidad de elevar el sentimiento de amargura a la categoría de maravilloso. Por aquella época se había empleado en la pescadería de un conocido supermercado. Allí, su limitado intelecto quedaba compensado sobradamente por aquella fuerza física que con tanto tesón había conseguido, y era muy apreciada su destreza para cargar y descargar las cajas más pesadas. Luego, frente al mostrador, exhibía una exquisita habilidad en tajar, abrir, lonchear, rebanar y limpiar cabezas, colas y tripas -cuanto más grandes mejor- como si con cada golpe aliviara la rabia acumulada por años de desprecios.
Este trabajo no estaba demasiado bien remunerado, pero a base de esfuerzo, ahorro y alguna ayuda familiar, Galán y su esposa consiguieron entregar la señal que les acreditaba como propietarios, mediante la consabida hipoteca vitalicia, de un bonito piso a estrenar en la mejor zona de un moderno barrio del extrarradio. El bloque contaba además con un precioso jardín y ¡hasta con piscina comunitaria! Aquello suponía –según su mentalidad simplista- ascender de golpe cinco peldaños en una escala social tan imaginaria en su cacumen como inexistente en la realidad.
Estas nuevas urbanizaciones solían habitarse, en su mayor parte, por jóvenes parejas muy predispuestas a ampliar el censo electoral, de manera que en pocos años el edificio duplicó sobradamente su número de ocupantes, especialmente el de mamones. Aquella etapa fue llevadera, pese a que para pagar la maldita carga hipotecaria, Eleuterio hubiera de doblar turno repetidamente, e incluso pese a su mujer, que cada vez se mostraba más impertinente con él –acusándole a voz en grito de impotente y fracasado-. Con eso y todo, Eleuterio no sentía ningún recato en pasearse por el jardín durante la temporada de piscina luciendo una tanga cuidadosamente escasa y pensada para que se pudieran apreciar cumplidamente todos los relieves de su anatomía otrora perfecta y ya camino de la decadencia. Le encantaba sentir los cuchicheos de admiración que despertaba a su paso, especialmente entre las féminas (en un discreto aparte habremos de confesar que Eleuterio no tenía la capacidad suficiente para discernir entre el asombro, la sorna y la rechifla, aunque este detalle no se lo explicaremos, que bastante lleva el pobre con lo suyo).
Pero el mundo es cambiante y los niños tienen la perversa costumbre de crecer, y con sus largas piernas aparecieron también un sinfín de ruidosos juegos, aliñados con jubilosas manifestaciones de exaltación vital. Llegó el momento en que toda aquella caterva de enanos, estaba más cerca del bigote que del sonajero y aprovechaban las vacaciones para disfrutarlas con reuniones interminables en ese jardín del que tanto presumía Galán cuando recibía visitas.
Por supuesto, estas efusiones no eran mudas y nuestro protagonista, que madrugaba lo suyo, sufría en sus carnes -más bien en su ligero sueño- tanta alegría puberescente.
Tras diversas quejas e insistentes reuniones -promovidas por nuestro héroe-, con el administrador y resto de vecinos, se determinó que, en lo sucesivo, la utilización del jardín quedaría limitada desde las once de la noche, prohibiéndose todo tipo de actividades ruidosas. Mas una cosa es predicar y otra dar trigo, y nuestros jovencitos no se sintieron aludidos por semejante normativa; y aunque sus papás les advertían de la conveniencia por respetar lo acordado, apenas obedecían, acaso llevados por ese gusto en llevar la contraria con que se nutren las primeras muestras de independencia.
Lo cierto es que este “jaleillo” nocturno molestaba sobremanera a Eleuterio, obligado como estaba a levantarse más pronto de lo recomendable, y fue la causa directa de una profunda y permanente irritación. Atormentado por el asunto, se lo tomó a modo de cruzada personal, y removió cielo y tierra para conseguir dormir sin interrupciones. Al tiempo, lo que comenzó como una petición razonable, se transformó en una obsesión, seguramente porque su salud mental se había resentido con tantos años de vejaciones, reales o imaginadas. A la postre el problema del ruido desapareció prácticamente en su totalidad –los niños maduraban-, aunque no así la asistencia de la chiquillería a tranquilas reuniones nocturnas. Pero aquello ya no era suficiente para él, pues imaginaba la situación como una suerte de reto directo hacia su persona, otra prueba que le imponía el destino para castigarle -todo esto bien exacerbado por su linda mujercita que se permitía llamarle calzonazos en público con más frecuencia de lo recomendable-.
Comenzó entonces un juego diario del ratón y el gato, en el que nuestro amigo presumía de ser el gato y los menores sus delicados ratones. Cada noche se presentaba a las once en punto en el jardín para espantar a los jovencitos a base de amenazas, insultos e incluso algún amago de agresión. Tanto pudo su tesón que aborreció definitivamente a todo el vecindario hasta que en una insospechada noche serena se obró el milagro; cuando bajó al jardín comprobó, sin ningún género de duda, que la constancia tenía premio:
¡Nadie ocupaba el recinto donde, además, reinaba el más placentero de los silencios!
Por una vez en la vida había logrado imponer su voluntad. Falto de costumbre y más exaltado que emocionado, se situó en el centro geométrico del jardín frente a todas esas ventanas que siempre consideró hostiles. Protegido por el oscuro silencio algo se removió en su interior, algo que alentó un impulso incontenible: Bajo los ojos, allí donde confluyen en confusión el llanto y la alegría, se desbordó una lágrima antigua; entonces, sin control alguno sobre sus actos, ejecutó un furioso corte de mangas dedicado al universo…
… ¡y se masturbó triunfal!

Epílogo:


Doroteo Gobantes, de “Gobantes & Asociados, Administradores de fincas”, llegó más pronto de lo habitual a su despacho. Sudoroso y urgente, anotó en su agenda: “Comunicar sin falta a Eleuterio Galán, de Urbanización Los Girasoles, que ya está instalado el sistema de video-vigilancia dinámica que tanto ha reclamado. Hoy mismo se repartirá a todos los vecinos la primera grabación, realizada anoche, para que se pueda comprobar quiénes son los gamberros reincidentes y obrar en consecuencia”… y respiró aliviado. A ver si así dejaba de darle la murga, de una puñetera vez, ese peligroso psicópata.


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