viernes, 12 de diciembre de 2014

Porque la vida nunca es como en los cuentos....




CINDERELLA IN BLUES


“Mucho tiempo después, frente al alfeizar de su última ventana, Cinderella recordó, por un instante, aquél día lejano en que el Príncipe Rudolf registró su casa… allá en la borrosa Sildavia…”
…Tienen los cuentos la virtud de disfrazar la realidad con aquellas fantasías que siempre nos hicieron soñar, de manera que así se nos hacen más digeribles la vida y sus fracasos. Pero en el caso de Cinderella (Cindy para los amigos) la distancia entre la verdad y lo relatado es mayor de lo recomendable, resultando la comparación entre lo cierto y lo vivido por nuestra protagonista una triste parodia. Para empezar su situación dentro de la familia no era buena, pero tampoco era mucho mejor la vida que llevaban sus hermanastras: Aquel matrimonio de viudos dedicaba sus días al ejercicio de todos los vicios conocidos, sin prestar la menor atención a su prole. Cuando regresaban a casa, bien entrada la mañana, sólo traían dos buenas borracheras, muchos insultos y algunas bofetadas para las hijas. Por estas y otras razones en aquel hogar, que antaño fue próspero, escaseaba todo menos la miseria física y la depravación moral.
Esta situación no era excepcional pues ni el reino ni la época daban para más y la pobreza o, mejor dicho, la podredumbre, se extendía insidiosa como la hiedra entre los naturales de un país con un pasado dudosamente heroico, un presente miserable y un futuro irrelevante.
Como se puede imaginar, tanta ruina trascendía al conjunto del territorio y en aquellos tiempos ni las casas eran tan bonitas, ni las calles estaban tan limpias, ni los uniformes eran tan brillantes, ni… (y esto era lo peor) los príncipes eran tan guapos como presumen los cuentos.
Gozan las monarquías con sus viejos privilegios, cargados de títulos, castillos y renombre, pero este bienestar tiene un alto precio pues la costumbre de enlazarse unas con otras para mantener su posición, se salda con la degeneración física y la acumulación de lacras genéticas; taras y defectos entre los cuales la idiotez congénita no es la menos frecuente. Así, el príncipe de nuestra historia no destacaba ni por su porte, más bien enteco, ni por su inteligencia perfectamente descriptible: Rudolfito era tonto de baba. De lo que sí podía presumir el heredero era de una lascivia insaciable, apoyada en un muy bien dotado instrumento procreativo, siempre dispuesto para su función.
A la vista de este panorama, y dado que no se encontró en toda la Europa cristiana princesa dispuesta a desposar con semejante mamarracho, sus papás, los Reyes, decidieron regenerar su estirpe con la sangre nueva de alguna muchacha sana y hermosa de las que en el reino abundaban. Para tal fin organizaron el famoso “Baile de Debutantes” que tantos suspiros ha despertado entre las jovencitas lectoras de nuestro cuento.
Mas desengañaos, niñas: Si exceptuamos los salones de Palacio, que sí eran amplios y luminosos, todo el resto destilaba un tufillo decadente y casposo. Transmitía la misma impresión que esos circos venidos a menos donde brilla el falso oropel y lo único que se renueva a diario es el hedor de los leones. Hasta la fetidez era similar, pues pese a no haber animales exóticos, sí abundaban los otros, los de dos patas y poca higiene (aún no se habían implantado las costumbres actuales y no existían los retretes). Y así, entre pelucas apolilladas, joyas falsas, ropas herrumbrosas y lacayos destartalados, se celebró el famoso ágape.
En cuanto a la ausencia de Cinderella, algo de cierto hay en el cuento aunque no del todo, pues no fueron las hermanastras quienes lo impidieran, que se les importaba una higa, sino que ella misma anduvo indecisa al no tener, la pobre, nada que ponerse con un mínimo decoro. Y sí, hubo “hada madrina”, pero con menos hechizos y más cariño. Tenían las hermanas una vecina anciana, de dulce carácter y pasado glorioso (aquí no entraremos en detalles), que profesaba un especial cariño por nuestra Cindy: Siempre que la veía exclamaba: ¡Ay, si te hubiera conocido hace unos años! Con lo que yo sé de la vida y con tu belleza, íbamos a recorrer los mejores burdeles de toda Europa… ¡no te haría sombra ni la Mantenón!, lo que provocaba un rubor incómodo en la inocente Cinderella.
El caso es que, ya desesperada, Cindy se acercó a visitar a la anciana por ver sí le sacaba del atolladero. ¡De mil amores!, exclamó, y comenzó a extraer de un baúl enorme un montón de viejos trajes de noche que, estos sí, confirmaban el alto nivel de vida que había llevado otrora la simpática viejecita. Divertidas, fueron seleccionando de aquí y de allá todos los elementos que mejor servían para realzar la belleza de la niña, hasta conseguir un conjunto realmente magnífico donde no faltaba ningún detalle. Pero como nada es perfecto se toparon con un “problemilla” y es que la talla de la anciana era demasiado pequeña para Cinderella y conseguir meter en esos vestidillos sus rotundas carnes adolescentes fue una tarea digna de Hércules. Lo peor, por supuesto, fue calzarle los zapatos. Habían escogido un par precioso, forrado con lentejuelas de plata, de punta afilada y de largos y finísimos tacones que realzaban, de manera prodigiosa, las, ya de por sí, perfectas piernas de Cindy. Para su desgracia los zapatos también eran perturbadoramente pequeños. Con todo, nuestra niña no estaba dispuesta a perderse una noche de fiesta en Palacio, así que mediante resoplidos, bufidos y sudores, se fue enfundando todos y cada uno de los aditamentos, incluidos esos zapatos que se revelaron como una excelente máquina de tortura.
Una vez bien ataviada, maquillada y repeinada por su angelical vecina, tomó presurosa el camino hacia palacio (pues lo de la carroza y los caballos, es otra fantasía más del cuento). Como llegó ya pasada la hora fijada, no pudo evitar que todo el mundo se volviera hacia la puerta cuando hizo su sonada aparición: Se produjo entonces un incómodo silencio que en seguida se transformó en murmullo de sorpresa y, paulatinamente en un estallido de hilaridad general. Ésto debería haber despertado en Cindy la sospecha de que su aspecto no era el más adecuado para la ceremonia: Embutida en un vestido demasiado corto para su altura e impúdicamente estrecho para sus generosos atributos, parecía una salchicha dispuesta a escapar de su envoltorio. El conjunto además, venía aliñado por los afeites y coloretes con que la decoró su adorable vecinita que, de tan excesivos, eran más apropiados para algún local de vida disipada y no para una fiesta en Palacio. En definitiva, a simple vista no se sabía si estábamos ante una inocente debutante, un putón de los barrios bajos, o una deficiente disfrazada de pepona.
Tristemente no tuvo tiempo de reaccionar porque, para su desgracia, según la atisbó, el priápico príncipe se abalanzó sobre ella babeante y dispuesto a no desperdiciar tal caramelo… y ya no hubo de separarse de tan explosiva muñeca en lo que restaba de velada.
Podrá suponerse que tal era el objetivo de todas las damiselas allí congregadas, y acaso fuera así para muchas, pero Cindy no estaba interesada en príncipes, palacios, ni matrimonios. Ella había acudido con la sana intención de pasar un buen rato, degustar algunas viandas de esas que tanto escaseaban en casa y echarse algunos bailes de salón. Pero no, tuvo que caer en las garras del detestable heredero que, para completar el cuadro, padecía una espléndida halitosis.
Tras “perpetrar” un par de bailes, y después de escupir algunas lindezas que pretendían ser galantes pero sonaban groseras, nuestro impaciente zangolotino fue desplazando a su pareja hacia el jardín, acaso para charlar a la luz de la luna, o tal vez, como así ocurrió, para satisfacer con prontitud sus lascivos deseos sobre nuestra protagonista.
No es que Cinderella fuera una pacata ignorante en tales asuntos, que algunos escarceos con los muchachos de su calle ya había experimentado, pero desde luego virgen era y la brutalidad con que se condujo el maromo no le ayudó en nada para suavizar el mal trago. Dolorida, humillada y llorosa, reunió coraje y, con la fuerza que alimenta la desesperación, se zafó del baboso, le propinó una certera patada allí donde más duele y huyó, escalinatas abajo, hacia su casa. Durante la carrera, el zapato izquierdo salió volando como si de un muelle encogido se tratase y fue a golpear en pleno rostro al agresor, lo que le permitió liberarse de medio dolor y acelerar su viaje hacia el destino.
A partir de aquí ya nada en el cuento es cierto: Cinderella, aterrorizada, se refugió junto a su vecina; el príncipe, rabioso, recogió el zapato perdido y buscó y rebuscó por todo el reino para encontrar a su dueña, proclamando que él nunca había dejado sin terminar lo que empezaba. Aunque en esta ocasión no tuvo más remedio, pues aquél día maldito en que Rudolf y su séquito de esbirros llegaron hasta su casa, Cindy, advertida, huyó por detrás con apenas lo puesto pero sin olvidar llevarse el zapato que le quedó, el derecho. En principio se trataba de no dejar pistas al príncipe, pero había algo en la determinación de Cinderella por conservarlo que hacía sospechar si no existirían otras razones más profundas…
Llegados a este punto, hemos de dar un salto en nuestra historia, pues desde entonces le perdemos la pista y ya nada supimos de ella hasta mucho después, cuando nos llegó la siguiente misiva desde Londres, remitida por el afamado detective Sherlock Holmes:
Londres, 26 de octubre de 1891
A/A: Hermanos Grimm (Hanau-Hessen)
Muy Sres. Míos: Tras complejas pesquisas he deducido que son ustedes las personas más interesadas en conocer los extraordinarios sucesos que paso a relatarles.
Durante mi ya larga carrera me he topado con todo tipo de situaciones, algunas chocantes, otras divertidas, algunas muy desagradables… pero jamás, repito, jamás había tenido que enfrentarme a hechos que desafiasen de manera tan notable mi eficaz raciocinio ni que pusieran en duda mi conocimiento de la naturaleza humana.
Me explicaré: Scotland Yard solicitó mis servicios para intentar aclarar unos brutales asesinatos acaecidos en los alrededores WhiteChapell, y que la prensa sensacionalista atribuía a un misterioso personaje al que apodaron como “Jack el destripador” cuando ocurrió lo siguiente…
…Aquí Holmes se extiende largamente por lo que haremos un breve resumen del minucioso relato:
Resulta que nuestra desaparecida Cinderella, tras un azaroso viaje y tratando de poner agua de por medio, arribó en la cosmopolita Londres, donde imaginó que sería más fácil pasar desapercibida. Con su espectacular belleza, en seguida encontró acomodo en una de esas elegantes casas de “mala nota” del East-end, tan frecuentadas por los caballeros de la hipócrita sociedad victoriana. Pronto fue una de las más deseadas chicas del local, y se hizo famosa por tres peculiaridades: nunca usaba zapatos de tacón sino unas sencillas chanelas, siempre le acompañaba una melancólica tristeza y jamás rechistaba cuando los sádicos “gentlemans” descargaban sobre ella la llamada “disciplina inglesa”.
Durante su estancia no estableció relación íntima con nadie, lo que aportó a su persona una aureola de secreto muy propicia para que proliferasen rumores acerca de amantes despechados, venganzas infinitas y suicidios a media voz… todo muy del gusto romántico de la época. Por su acento se intuía un origen centro europeo… pero ninguna otra información completaba el misterio.
Cuando no estaba de “servicio” se encerraba en su habitación del piso alto sin apenas dar señales de vida. Tan sólo, en algunas raras ocasiones, se sentían ruidos, como golpes de bastón, sobre la tarima, en otras, sollozos e incluso, muy de cuando en cuando, algún que otro alarido de terror. Alguien creyó ver salir de su cuarto a altas horas de la madrugada una figura sigilosa, pero sin poder afirmarlo…
Como ya leímos, Holmes y su colaborador, el Dr. Watson, llevaban tiempo vigilando la zona, en un desesperado intento por resolver los siniestros asesinatos de algunas prostitutas, cuando, por esas cosas que tiene el azar, oyeron un quejido ahogado que salía de un oscuro callejón; al acercarse a indagar, vieron alejarse una sombra presurosa… a la que siguieron discretamente hasta que penetró en una afamada casa de lenocinio. Una vez allí no tuvieron más que fijarse por qué puerta desaparecía el misterioso personaje y confirmar que no tenía huida posible, pues era la única que había en el cuarto piso. Entonces decidieron aguardar un tiempo prudencial antes de subir y así permitir que el asesino se creyera seguro y desprevenido. Cuando estimaron oportuno, alcanzaron las escaleras sigilosos y una vez ante la puerta exclamaron al unísono: ¡Abra, no tiene escapatoria!
En el interior, tras unos instantes de estupor, se sintió un movimiento ajetreado y, luego, el golpe seco de una ventana que se abría. Rápidamente, Holmes y Watson forzaron la puerta pero sólo tuvieron un segundo para cruzar su mirada con una bellísima mujer que les sonrió, enigmática, antes de arrojarse al vacío.
Cuando bajaron corriendo a la calle, encontraron, para su sorpresa, una capa de seda negra y, debajo, un par de preciosos zapatos forrados con lentejuelas de plata, de punta afilada y de largos y finísimos tacones… pero nada más, ni el cuerpo de la chica, ni rastros de sangre… Ambos se miraron estupefactos y, sin decir una sola palabra, se juramentaron para no contarlo jamás, pues jamás les creerían.
Más tarde, al inspeccionar su habitación, descubrieron un armario repleto con todo tipo de zapatos de tacón, aunque, extrañamente, sólo había uno de cada par: el izquierdo. Sobre la sencilla mesa reposaba abierto un diario inacabado. En él leyeron estas últimas palabras de Cinderella:
“¡Por fin se ha cerrado el círculo! Hoy he podido completar la venganza y recuperar mi destino. Sabía que el perverso Rudolf no cejaría en su empeño de encontrarme. Sus sabuesos se acercaban tanto que me vi en la necesidad de eliminar a alguna de sus espías. Definitivamente supe que él mismo estaba en Londres así que le tendí la trampa tantas veces soñada: Envié una nota a su hotel citándole en un discreto callejón. Conociendo su prepotencia y su estupidez tuve por cierto que caería en la celada, como así ha sido. No tengo remordimientos, pues él me robó la razón, la vida y la libertad. La fobia que, por su culpa, me despiertan los tacones podría parecer una simple anécdota, pero no, no lo es en absoluto, pues me ha hurtado mi feminidad, mi propia razón de estar en el mundo. Una mujer, para ser completa, ha de tener capacidad para elegir, y no es un detalle menor el asunto del calzado. A través de nuestros pies y en consonancia con el resto del cuerpo, nos manifestamos: Seducimos, provocamos, complacemos, sugerimos… Amamos y nos dejamos querer, sabemos aceptar o rechazar sin una sola palabra; decidimos cuando ser madres, esposas, cortesanas, amantes, compañeras, amigas, rivales… todo a un tiempo pues así de complejas somos. Con el calzado y los aditamentos adecuados nos expresamos alegres, esperanzadas, tristes, conquistadoras, derrotadas, luchadoras, divertidas, serias, salvajes, humildes… Y toda esa maravillosa capacidad de SER se quebró en mi adolescencia por la lascivia egoísta de un asqueroso animal. Ahora estoy feliz, pues al recuperar aquel zapato perdido, me siento curada y empieza una nueva oportunidad. Volve…” (aquí termina abruptamente el diario). Del resto ya sabemos…
Al día siguiente, los periódicos londinenses escondían en su interior dos noticias breves que pasaron desapercibidas:
“Resueltos los crímenes de WhiteChapell. Hay un detenido.”
Y más adelante:
“Aparece muerto, en extrañas circunstancias, el príncipe heredero de Sildavia”.
De la mágica desaparición de Cinderella no se mentaba nada. Pero lo que sucedió después… ya es otra historia.




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